El afecto y la
educación nos ligan de manera radical a nuestros seres queridos y al ambiente
que ellos nos proporcionan, de lo contrario pesarían más las circunstancias
pasajeras o eventuales, alejándonos de la realidad y de nuestros objetivos de
vida.
Puedo apostar
que sin la ayuda del licor y sin estar contaminado por sus efectos, yo jamás
hubiese actuado de modo tan inconsciente como lo hice en tantas ocasiones y en
contra de las personas que más amaba. Por el contrario, habría reconocido mis
errores con humildad y lucidez, buscando soluciones, trabajando en procura de
mi redención.
Siendo aún
estudiante de secundaria, en muchas ocasiones y a raíz de los problemas que se
me presentaban con mis progenitores, abandoné temporalmente el colegio y el
hogar. No tenía inconveniente en coger un morral, empacar mi ropa y aventurarme
sin rumbo, partiendo sin recursos económicos y en malas compañías a destinos desconocidos.
Mis padres
quedaban desconcertados; sumidos en la preocupación y en el sufrimiento, sin
saber en qué lugar y en qué condiciones estaba su hijo. Seguramente, en muchas
ocasiones se preguntaron sobre qué estaban haciendo mal, y no pudieron
aclararlo. Hoy pienso que su único y grave error fue aceptar que yo consumiera
alcohol, así fuese en pequeñas cantidades y en ocasiones especiales. La
adicción es un fenómeno creciente y, casi siempre, incontrolable, que no
discrimina a ninguna de sus víctimas.
Pretendo que
entiendas que todo este sino trágico gira única y exclusivamente
alrededor de ese grave error de permitir que prolifere en nuestros hogares el
mal que representa el alcoholismo, causa innegable de dificultades,
fatalidades, sinsabores y sufrimientos.
Durante mis
últimos años de secundaria estudié en horario nocturno, si mal no recuerdo esa
fue mi elección. Manipulé a mis viejos con respecto a esa decisión,
supuestamente para aprovechar el tiempo libre durante el día. Intenté trabajar
en varias ocasiones, pero no lo hice de manera constante y responsable.
Sin embargo,
lograba conseguir recursos económicos de otras formas, los cuales no servían
para nada productivo, pues todo lo malgastaba en la bebida y en mi vida
bohemia. Esto afectaba mis actividades académicas, bebía casi todos los días antes
de entrar a clases y, como es lógico, mi rendimiento no era el mejor. Además,
adquirí en el colegio la desafortunada reputación de borracho, convirtiéndome
en un verdadero problema para mis maestros.
Recuerdo que, en
el año 1980, yo estaba cursando el grado 11 en horario nocturno. Como el
ingreso a clases era a las seis de la tarde, algunos de mis amigos y yo nos
reuníamos en una tienda cercana al colegio, tres o cuatro horas antes. Allí saboreábamos
y disfrutábamos el elíxir embriagante. Nos sentíamos orgullosos, libres, guapos
y osados. La costumbre hacía que fuésemos —por lo menos en mi caso— muy
aguantadores para beber, y aparentemente podíamos manejar nuestra condición de
ebriedad dentro del establecimiento educativo —eso era lo que pensábamos.
Cierto día,
Toño, un compañero de clases, de esos sanos y bien educados (así les
llamábamos a quienes no bebían con nosotros), tuvo el infortunio de encontrarse
conmigo antes de entrar al colegio. Lo invité a compartir algunas copas, las
cuales se extendieron a varias botellas, y cuando llegamos a clase estábamos
borrachos.
En verdad, yo no
tenía problemas, gracias a mi resistencia física y a mi capacidad para asimilar
la bebida podía ingresar a clases sin que se me notara mucho, además, podría
decirse que mis compañeros de curso y los profesores estaban acostumbrados a
verme en ese estado. Pero, en cambio, mi amiguito Toño se vio envuelto en una
borrachera poderosa que se manifestó con vómito, llanto y un comportamiento
descontrolado, quedando en evidencia de su condición ante profesores, comunidad
estudiantil y autoridades disciplinarias.
La noticia
corrió por todo el colegio y Toño debió ser recogido y asistido por sus padres.
«Nunca supe qué consecuencias tuvo esta situación en su hogar, pero lo que sí
sé y que recuerdo con mucho dolor y arrepentimiento, es que Toño no volvió a
clases. A consecuencia de ese incidente, él abandonó el colegio. Por supuesto,
todos sabían quién lo había inducido a hacer lo que hizo». Creo que jamás podré
olvidar y perdonarme esa situación. Ojalá que Toño algún día lea estas letras
para que comprenda que mis intenciones no eran las de causarle daño, y que me
perdone. Hoy en día estoy arrepentido por haberlo hecho.
Esto confirma mi
tesis de que la sociedad misma a través de individuos o pequeños grupos se
encarga de inducir o de presionar a otros a tomar caminos que tal vez ni
siquiera deseen. No solo en el caso de adolescentes o jóvenes, también podemos
ver como entre personas maduras, responsables y ocupadas, se pueden presentar
casos en los cuales la presión social es tan fuerte que los lleva a quebrantar
su voluntad y su disciplina, cayendo en tentaciones efímeras que finalmente
solo acusan consecuencias negativas.
—Por fortuna, la
madurez fortalece a los individuos para asimilar ciertas circunstancias,
reflexionar y retomar la dirección correcta; si no fuese así, la degradación
moral en los seres humanos pesaría más que la dignidad—.
Recuerdo también
que durante mi educación secundaria tuve muchos altercados con mis profesores
debido al estado de embriaguez. Mi comportamiento era atrevido y desordenado,
muchas de mis acciones eran totalmente reprochables.
¿Acaso a ti o a alguien
que conoces les sucedió algo parecido?
¿Sabes cómo
actúa tu hijo en el colegio o en la universidad?
¿Sabes cómo
transcurre su vida durante el tiempo en el que está fuera del hogar?
¿Conoces bien el
ambiente en el que se desenvuelve?
«Una tienda, un
billar, una taberna, un parque, una esquina cualquiera, etcétera, son lugares
adecuados para establecer un punto de referencia social. Son preponderantes la
falta de ocupación y de responsabilidades (el ocio) para que se incuben
conductas negativas dentro de las pequeñas sociedades. Sin embargo, elementos
como el alcohol y las drogas son los mayores detonantes de las conductas equívocas
y reprochables, de malas costumbres y de ambientes destructivos».
Reflexionemos un
poco acerca de la gran disposición (entre muchos de los miembros de la
sociedad) a las actividades improductivas. Mejor no las llamemos así, hablemos
de estar preferiblemente en disposición para las recreativas, por ejemplo, un
concierto, una fiesta, un camping, un paseo, una reunión de viciosos, etcétera.
Al mismo tiempo,
se manifiesta una posición de rechazo y pereza hacia las actividades útiles y
productivas: labores académicas, acciones cívicas y comunitarias, trabajo
remunerado, cursos y actividades culturales, etcétera.
Aunque este
concepto parezca radical, nadie puede negar que los malos hábitos, dividen a
las personas en bandos diferentes. Mientras unos viven felizmente comprometidos
caminando por sendas tranquilas que exigen voluntad, disciplina y esfuerzo para
construir un buen futuro, otros sortean duros obstáculos atravesando
fantásticos e irreales caminos de felicidad pasajera desviando poco a poco —y
tal vez sin darse cuenta— su destino.
¿Has imaginado
alguna vez como sería la vida humana sin vicios, sin alcohol?
¿Crees que
disminuirían las tragedias?
¿Crees que las
personas serían más productivas?
¿Te sentirías
más seguro?
«El alcohol es
una herramienta de destrucción, es el elíxir dulce que te daña y te da placer,
es una fuente inagotable de sentimientos y sensaciones que alimenta tu espíritu
y al mismo tiempo lo destruye. Es como un suicidio programado a largo plazo,
con la complacencia de quienes te rodean; es como el lastre que pesa, pero que
no quieres soltar…»
El alcohol está
muy relacionado con el dolor. Recuerdo ahora a mi padrino Javier y su triste
destino. Él era un hombre serio, varonil, elegante, muy caballero y adinerado.
Vivía con su esposa y su único hijo, Jaimito, mi amigo desde la niñez.
Conformaban una familia de clase media —aparentemente normal— y vivían bien. Por
desgracia llegó a su hogar el dolor a manos de su esposa, quien quebrantó los
valores morales y el respeto con actos de infidelidad, por lo cual además no
debo hacer juicios sin conocer las razones que la condujeron a dicho
comportamiento, pero en todo caso, el daño moral y psicológico que esto causó
en mi padrino fue contundente.
Él, que
tradicionalmente era un consumidor de licor, envuelto en ese manto insuperable
del dolor y de la humillación, ciego en su ira y sin recursos de lucidez y
valentía para afrontar de otra manera su condición, se sumergió de lleno en el
profundo mar del alcoholismo tratando de ahogar su pena. Se dedicó a beber y a
beber. Pero para más desgracia en mis recuerdos, mi padre lo acompañó
fraternalmente en ese tortuoso camino de angustia y melancolía. Fue tal el
efecto de ese infernal sentimiento, que a través de mi padre se reflejó en
nuestro hogar todo ese sufrimiento.
Bebían todos los
días y a todas horas, tenían el tiempo y los recursos económicos para hacerlo.
Aunque mi padre trabajaba, dedicaba muchas horas para acompañarlo. «Aún no
puedo borrar de mi mente la imagen de Javier (mi padrino) con el cáliz en la
mano, con esa mirada noble y triste, aferrado a ese vaso de licor como su única
tabla de salvación».
Consumía desde
que se levantaba hasta que se dormía en la noche. Javier era un hombre joven,
en ese entonces tendría unos cuarenta y tres años; su resistencia física era
admirable, pero también era lamentable ver como esa magnífica estructura humana
se deterioraba soportando el dolor, rumiándose sus pensamientos, tratando de
acelerar el final, el único final que deseaba: la muerte.
Hasta que su
condición física no pudo soportarlo, su cuerpo fue invadido por una enfermedad
llamada cirrosis, que ataca directamente al hígado, el cual literalmente
arrojaba en pedazos, vomitando en agónico dolor durante sus últimos momentos.
No es grato
recordar esta situación. Para mí, para mi padre, para su hijo, e incluso —creo
que— para su mujer, fue trágico y lamentable este suceso oscuro lleno de
infortunio y de ingredientes indeseables como la traición, la infidelidad, el
desengaño, la frustración, la muerte y, por supuesto siempre presente, el
desgraciado licor.
Afortunadamente,
mi padre contaba con una gran resistencia física y psicológica, y superó la
terrible prueba. Pero, aunque quedó
marcado para siempre, ni siquiera esa y otras innumerables experiencias
negativas lo llevaron a considerar jamás abandonar la bebida, siempre fue parte
integral de su vida.
Así mismo,
recuerdo muchas otras tragedias (que no he de narrar ahora) en las que mis
amigos del alma perdieron la vida en accidentes, peleas, enfrentamientos con la
justicia, venganzas, o intoxicados y enfermos gracias al consumo del alcohol.
Pero esto, en vez de llevarme a reflexionar, en lugar de atemorizarme y hacerme
escarmentar, me fortalecía cada vez más para seguir adelante en mi loca carrera
por los caminos del alcoholismo.
Todas esas
experiencias se convertían en argumentos para fundamentar mi actitud. «Es
increíble cómo se puede afectar la capacidad de juicio y de razonamiento cuando
se está inmerso en un mundo absurdo y lleno de ficción». Tú no puedes aceptar
el error, no entiendes las razones de nadie más, no le das la oportunidad a
nadie de que te enseñe otras alternativas; lo único que reconoces es aquella
dimensión en la que te ubican las circunstancias y tus experiencias, no te
atreves a salir de ella por temor y porque esa es la que consideras tu única
realidad.
Es una situación
totalmente humana, tratas de sobrevivir en el medio que conoces y que
(aparentemente) puedes manejar sin importar que tan malo y difícil sea. No te
arriesgas a salir a la superficie ni a los espacios ajenos y desconocidos en
donde te sientes frágil y vulnerable. Simplemente, anhelas superarte y
fortalecerte allí en donde te has acostumbrado, en donde has sembrado y, en
donde crees que puedes permanecer.