Ubiquémonos
en la ciudad de Pereira (Colombia) en el año de 1968. Hablemos de una hermosa
familia de estirpe antioqueña, conformada por la madre, el padre y sus tres
hijos.
La madre era una
mujer con educación media y de sanas costumbres; fiel y sumisa a su esposo,
como debería ser en aquellos días, dedicada por completo al cuidado y la
atención del hogar.
El padre era un
hombre emprendedor e independiente, orgulloso de sí mismo, machista y de
carácter muy fuerte. Viril, serio e íntegro como ninguno, forjado por la vida,
colmado de talento y capacidad. Comprometido con la responsabilidad y el honor,
respetuoso de la dignidad humana conforme a su formación patriarcal.
Y los hijos: en
primer lugar, estaban las dos nenas de siete y tres años, consideradas como las
muñecas de la casa. Ellas eran intocables, con jerarquía de reinas. Tenían
derecho a lo mejor desde su nacimiento hasta el día en el que se casaran. —Era
así como estaba programado su destino por aquel entonces; la meta principal era
educarlas y prepararlas para el matrimonio.
Por último,
estaba un hombrecito de apenas cinco años —ese era yo—. Acreedor a un amor
profundo y exagerado por parte de mi padre, al fin y al cabo, era el varón
de la casa y el que daría continuidad al apellido y a la casta familiar.
Era yo quien debía recoger, aprender y poner en práctica todas sus enseñanzas
para hacerlo un hombre feliz y orgulloso.
Sin embargo,
¡qué ironía!, estaba destinado a lo más exigente, a soportar con dignidad y
fortaleza las condiciones más rígidas para demostrar mi hombría, pues así era
como le correspondía al varón.
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